Roque Sáenz Peña 267 - San Isidro
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Tel 11 4743-5534
Lun a Vie de 19 a 22 hs.
www.galeriajacquesmartinez.com [email protected]
Del 21 de Noviembre de 2012 al 30 de Marzo de 2013 - Inaugura: 19hs - Entrada: libre y gratuita
Pablo De Monte expuso 6 veces con Jacques Martínez, desde 1989 a 2010, en las varias salas que tuvo su galería. Ahora, cerramos nuevamente el año con una muestra de sus últimos trabajos.
Es muy fascinante seguir el desarrollo de su obra a lo largo de tantos años durante los cuales ha conservado siempre su singularidad.
Desde los primeros trabajos sus inconfundibles figuras eran las protagonistas, insertadas en paisajes extraños, como si ellas mismas formaran parte de él. Paulatinamente éstas se fueron simplificando y se introdujeron inquietantes COSAS y elementos que también eran parte de esos paisajes.
En estas nuevas obras, las figuras, cada vez más despojadas hasta ser a veces casi una insinuación, ya no parecen parte del paisaje y se encuentran mirando hacia adentro. Junto a estas pinturas, incluye dos esculturas/objetos que él llama jardines.
Conversando con Pablo sobre esto, nos comenta que siendo los conceptos de lo Natural y Naturaleza construcciones de la cultura, su muestra de paisajes y de jardines, pretende poner “el concepto de lo natural en crisis, evidenciando las tensiones que se generan en la representación de la naturaleza”
Como decía Marcelo Pacheco ya en 1992 (comentando la obra de Pablo de Monte en el prólogo del catálogo de su muestra en Jacques Martinez), “…En síntesis, en la forma y en el color hay nitidez y definición; en la imagen y en los relatos, ambivalencias y ausencias. Siempre hay búsquedas secretas.”
Y en eso no ha cambiado nada.
Galería Jacques Martínez
Noviembre de 2012.
Lo real – La mirada
por Elena Oliveras
Las pinturas, cajas y relieves de Pablo De Monte combinan diferentes fuentes históricas para desembocar en un lenguaje personal que, sin duda, contribuyó a diversificar el vasto campo del arte argentino de los 90. Premiado por la Fundación Telefónica (1995), obtuvo becas del Fondo Nacional de las Artes (1991) y de la Fundación Joan Miró (1993).
Si bien De Monte recurre a la cita del arte del pasado, prescinde de la euforia pictórica que caracterizó a la década de los ’80. Será la línea del dibujo y el uso del color plano lo que le permitirá tomar distancia con el objeto y despojarlo de matices emotivos, huellas irrepetibles y gestualidades exacerbadas.
Sus últimos trabajos traen como novedad no sólo la cita de artistas históricos – desde Piero della Francesca a Fernand Leger, Oskar Schlemmer y Allan D’Arcangello- sino también la apropiación de obras de pintores callejeros que pasan a ser sostén material de sus propuestas. El origen “no original” (en tanto producido por otros) poco cuenta a la hora de fijar la autoría. Finalmente es el acto combinatorio, el saber mezclar escrituras propias y de otros, el concepto que articula lo diverso, lo que resulta determinante en la idea de creación y de autor.
Otra estrategia de sus obras recientes es el movimiento real, recurso ya incorporado en objetos que integraron, en 1995, la histórica muestra a, e, i, u o desplegada en el Centro Cultural Recoleta.
¿Te acuerdas de aquella tarde en los everglades de Miami? (2010) y ¿Qué cosa está detrás de la imagen? (2010) son obras activadas por un movimiento mecánico que contrasta con la congelada movilidad de fisonomías hieráticas que traen a la memoria los célebres retratos de Bautista Sforza y Federico de Montelfeltro, realizados por Della Francesca. El esquematismo mecanicista de Leger y Schlemmer resuena en las figuras humanas que se recortan sobre fondos hiperrealistas diseñados por pintores desconocidos. Opuestos a la sobriedad de los colores planos que construyen gran parte de los escenarios de De Monte, esos fondos ostentan un tono cósmico romántico lindante con el kitsch, situación que se repite en La cosa es vista en Júpiter (2010).
Si hay algo que todas las obras de De Monte tienen en común es el efecto de espejismo, de dudosa realidad de lo percibido. Desde el primer contacto perceptivo surge la pregunta acerca del estatuto –real o virtual- de un universo plástico que desecha certezas. Todo oscila entre lo puramente visionario y lo verdadero que responde a lo conocido. Apenas identificamos un espacio figurativo irrumpe la variante abstracta. En ese espacio ambiguo habitan figuras desnudas, fragmentadas o en insólitas posturas, que oscilan entre la representación de algo viviente y la alusión a la escultura estática plantada en el espacio. En consecuencia, el movimiento imaginado desemboca repentinamente en una congelada inmovilidad y así la visión de lo supuestamente real deriva, casi sin que nos demos cuenta, en pura ilusión.
En la más reciente producción abundan los recursos cinéticos ópticos, entre los que se cuentan las perspectivas reversibles de figuras que simulan biombos y los “rulos” vibrantes de la cabellera de los personajes, elementos que se repiten obsesivamente, como también lo hacen los conos, los lazos y los discos de colores. Se impone un clima metafísico, de tiempo suspendido, asociable a los silenciosos paisajes de José De Monte -padre del artista-, a la atmósfera rarificada de Magritte y al secreto de las escenas de De Chirico.
La “nada” sartreana es el “fenómeno” (“lo que aparece”, según la etimología del término), lo que escapa a la mirada al tiempo que se hace presente. No es casual que De Monte sea atento lector de autores como Sartre, Merleau Ponty o Lacan. Hay en su obra una narración suspendida, un relato que no termina de develarse, como sí se develan (en el sentido de “sacar velos”) los cuerpos desnudos. “Sus hombres y sus mujeres son provocativos, pero no en su desnudez, no en sus cuerpos, sino en la posible historia que viven, siempre anhelantes, siempre en una acción obvia pero suspendida”, señala Marcelo Pacheco.
En síntesis, la obra de De Monte atrapa la mirada del observador que ve la imagen como cuerpo –como un reflejo de su cuerpo- observado y vulnerado. Resultan muy curiosos los trazos hirientes que recortan, como si fueran tajos, los rostros de los personajes. Esos rostros no están sustentados por una hermosura apacible sino por una belleza punzante que conjuga con la herida, con la fisura, con el desdoblamiento. Belleza ambigua que desafía al entendimiento y seduce revelando la atracción del abismo, el poder de la imagen de figurar el mundo.
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La cosa detrás de la imagen
por Luciano Lutereau
La cosa detrás de la imagen. No el objeto (lo-ahí-delante, o lo-que-está-frente-a), sino la Cosa; esto es, aquello que proviene de (lo-que-está-a-partir-de) una dimensión inobjetivable. Por lo tanto, ¿por qué asumir que se trata de meras imágenes? En principio, es evidente que no se trata de ninguna concepción semiótica o, en sentido amplio, referencial de la imagen. La muerte del icono, el eclipse de la representación, son apenas otros expedientes –junto con la alusión al clima metafísico y el elogio hiperbólico de la corporalidad– que encontramos en este conjunto de obras.
Lo que está detrás. Pero, ¿se trata de una ironía? Si la obra es un artefacto intervenido –nuevamente encontramos el gesto irónico del artista que compra un objeto, aunque no sea más que una artesanía no seriada–, la perforación de una superficie en la que se encuentra apenas una huella. Entonces, ya no es eso. Como tampoco puede serlo el relieve que de una efigie exangüe, o el sacrificio de un plano que se duplica, que finge un horizonte y lo cancela. Se trata de un engaño. En todo caso, de los diversos visillos de una estructura triple: lo que se ve, lo que se muestra, y lo que se da-a-ver. Es en el envolvimiento de estas tres dimensiones que puede aprehenderse la presencia intrigante de la Cosa. En un asecho, en la estancia diferida, y en las suplencias que encubren distintas formas de la latencia.
Lo que se ve: biombos, lazos, cables, ocultamientos y la desnudez correlativa (el streap-tease aludido), figuras de una contravención aparente. El invento de una trasgresión que juega al escondite y decanta en la inminencia. ¿Simbolismo sexual, una metáfora de la falta de comunicación en el mejor de los mundos posibles, la confirmación de una cita de Jacques Lacan? Tentar, y que el secreto sea entrevisto. Pero, también, que el engaño se duplique, convirtiéndose en un simulacro explícito, o en una propiedad vigilada. Porque podría suponerse (poner-debajo) cualquier cosa.
Lo que se muestra: círculos concéntricos –la servidumbre cinética resuena en el mecanismo– colores planos que velan manchas, capas de luz invadidas por un color no funcional que chorrea y desmiente la composición del equilibrio. Ya no es posible interrogar el encubrimiento, porque en lo que se ve sería posible seguir mirando aquello que se muestra; la ocultación es subvertida por el cono, presencia inclasificable –extrañeza patente: pliegue anamórfico en un espacio no métrico– de una reducción al punto, ese escándalo de toda pintura.
Lo que se da-a-ver: en el pasaje de la díada –la figura y su doble, izquierda-derecha, línea de horizonte, giro e inversión de la cabeza– a una terceridad, que no debe confundirse con una multiplicidad de interpretaciones (ni por la variedad de lo múltiple ni por la infinitud de la variación), sino con un estatuto inédito de la apariencia. Las imágenes de Pablo De Monte se disuelven en el mismo momento en que se las busca conjurar. Sin embargo, es preciso participar del engaño, y fracasar en el intento. La anti-obra abierta; o bien, la obra que incluye la apertura como una de sus dimensiones, la más trivial. La obra es conclusiva, determinante, la imagen es una formación de la cosa, y ésta el ocaso de aquélla.
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Síntesis y evolución
Por Juan Terranova
En esta nueva serie de cuadros, Pablo De Monte tematiza, una vez más, el ecuménico conflicto de intereses que sostienen, casi desde que la pintura es pintura, la cultura del retrato y el gesto magnético del paisaje. ¿Dónde se da ese conflicto? Ver de cerca o de lejos; trabajar con el rostro, con el cuerpo, con los ojos, con la boca, o trabajar con la tierra, con el horizonte, con los objetos animados o inanimados que se funden en la distancia.
En un juego de planos que integra retratos y paisajes, y también las recurrentes figuras –que serán una instancia intermedia, ya personajes habituales en De Monte– cada uno de estos cuadros intenta una respuesta. Por separado, las escenas de cada obra construyen un encuentro. La figura camina hacia el bosque, se aleja del bosque, se acerca a nuestra mirada, nos interpela, se reúne con otra figura. Eso por separado.
Pero en conjunto, cuando aparece la serialización, desarrollada a lo largo de toda la muestra, ese encuentro tiene una dirección. ¿Hacia dónde se dirige esta obra? Intentemos algo más. Hablemos de la evolución que hoy es tabú, que con ecos darwinianos, represivos, hasta eugenésicos, con esa carga de positividad sospechosa.
Pablo de Monte inventa un corrimiento lento, trabajoso, dedicado, hacia la síntesis. Cada movimiento se hace para aligerar, para desprenderse de detalles y materia. Las figuras se liman; las cabezas giran, se aplanan, van hacia la abstracción, se deforman, despojándose. Y el paisaje se hace bosque que es un monte en la llanura. En esa disgregación, en ese raleado de árboles que se separan, en el conjunto afectado por la entropía del vacío, se nota lo argentino. La gran sinécdoque patria. El desierto, la planicie, la monotonía en contrapunto asordinado con el cielo uniforme.
Ahora bien, el proceso de síntesis no implica simplificación, tampoco depuración, aunque lo elemental empieza a dominar, a regir. Si en el proceso de sintetización el retrato pierde la cara, el trabajo de rotación fuerza y resalta otras partes de la cabeza como nuca, perfil y cabello. ¿Me atreveré a hablar de siniestro en la diáfana pintura de Pablo De Monte? ¿Qué sigue a este período? Colores trabajados desde la uniformidad, eventualmente revelan alguna sobra. Una figura espiralada o laberíntica se impregna en el ojo y aparece como fantasma en otra zona del cuadro. Esa huella nos recuerda algo que no es fácilmente identificable, que vive por atrás, que se mueve y habita allí donde deseamos, fantaseamos, pedimos una resolución y una estabilidad que nunca llega porque esta es una pintura dinámica, en movimiento.