Inaugura viernes 14 a las 19.30 hs.
Texto de Jorge Fondebrider / No se todo.
Ignoro si la enciclopedia Je sais tout, que a principios del siglo XX se vendía en Francia en fascículos coleccionables, está en el origen de Vita Meravigliosa, la enciclopedia publicada en 1962 por la Editorial de Mario Confalonieri, editada y vendida como Lo sé todo en todos los países de lengua castellana por la editorial Larousse. Lo que sí me queda claro es que para cualquier niño o adolescente de la década del sesenta era uno de los tesoros más preciados a los que se podía acceder. Allí estaba literalmente todo, articulado según 15 categorías a veces un tanto caprichosas: anatomía, fisiología, biología, arquitectura, urbanismo, construcciones, astronomía, cosmografía, botánica, agricultura, ciencias electro físico químicas, civilización, usos y costumbres, descubrimientos, inventos, geografía, genómenos naturales, historia de la humanidad, industrias, literatura, mineralogía, geología, música, personalidades, pintura y escultura, religiones, viajes, exploraciones, conquistas y zoología. Entonces, si uno quería saber sobre Escila y Caribdis allá estaba el artículo pertinente, lo mismo que la entrada referida a los mustélidos –donde mostraban a una comadreja de aspecto fiero a la que llamaban “garduña”– o Moisés y las Tablas de la Ley, o Benjamín Franklin inventando el pararrayos. Eran 12 tomos de tapa dura, cada uno de un color diferente que evitaba el orden alfabético y apenas sí respetaba una cierta cronología en los artículos de naturaleza histórica. Me acuerdo también de que hubo una versión más barata, donde la cuerina de los 12 tomos originales desaparecía y se convertía en cartón, y luego, algunos años más tarde, una serie de nuevos tomos que incluyeran la realidad argentina y latinoamericana que, por reproducir fielmente lo que era la cultura para Europa, prácticamente estaban ausentes de la primera edición. Ahora bien, en todos los casos, y más allá de todo comentario a los textos, lo principal, lo que quedó para siempre en la memoria de al menos una generación, son los dibujos, como el del negro de pestañas largas que introduce un palito con forma de lápiz en el termitero, o el Coloso de Rodas que ilustraba las siete maravillas del mundo, o el del cavernícola porrudo que enfrentaba al curioso baluchiterio, suerte de caballo con armadura de la prehistoria.
Es en este punto donde no me queda otro remedio que señalar que, de acuerdo con la información brindada por Carlos Masoch, él nunca tuvo su Lo sé todo. Y no precisamente porque no lo quisiera. Su familia no se lo pudo comprar y él vivió su vida sabiendo que las 15 categorías en las que estaban divididas las informaciones suministradas por los famosos 12 tomos le habían sido esquivas. Entonces, acaso porque no llegaron a fraguar en su imaginario o porque el conocimiento le llegó por otro lado, hoy, cuando Lo sé todo es prácticamente una pieza arqueológica de la niñez de muchos, en su caso es un instrumento del que se sirve para expresar el desencanto, relegando las grandes verdades al rango de dibujitos.
Como en muchos de sus trabajos anteriores, tres sombras cruzan lo que alguna vez pudo haber sido percibido como el paraíso: la del poder (representada por soldaditos de cotillón, siempre armados y dispuestos a producir el sufrimiento ajeno), la de la religión (expresada por una caterva de sacerdotes, curas y símbolos religiosos) y la del Estado (asimilado a la mitología ramplona de la patria). Esas presencias ominosas terminan entonces por enchastrarlo todo,haciendo que lo que en otro contexto fue conocimiento en el de las obras de Masoch sea terror. Y poco importa si es terror por el absurdo o por el peso de lo que se cuenta. El resultado es el mismo: un mundo de simulcop y pegotes donde prima la desolación, el miedo y la ausencia de futuro. Lo peor todavía no pasó y, como en muchas de las obras de Masoch, puede pasar en cualquier momento.