La célebre fotografía del cuarteto fundador de la Otra Figuración es versionada por Adriana Fiterman en un cuadro de paleta reducida. La resolución en tierras, blanco y negro, y algunos nerviosos relámpagos azules, del cuerpo y rostro de los gloriosos protagonistas compite con un rojo afiebrado, trazos amarillos y apuntes en ocre, mientras un salpicado de máculas opacas puntea el cuadro aquí y allá, como si Deira, De la Vega, Maccio y Noé fueran cracks que han salido a la cancha y posaran taciturnos, saludados por una lluvia de papelitos.
Podría tratarse de una declaración de principios, o de un llamado de atención, como si Fiterman quisiera recordarnos, y de paso asumir, que nadie que haya pintado en la Argentina a partir de los años sesenta puede eludir la poderosa irradiación de ese movimiento. Al mismo tiempo, esta suerte de homenaje parece una afectiva toma de distancia por parte de la artista, habida cuenta de que su tratamiento de la figura – no solo en este cuadro sino en todos - casi nada le debe, en el sentido estrictamente formal, a las distorsiones, metamorfosis y cataclismos que atravesaban los lienzos de aquellos experimentalistas.
Justamente, una de las virtudes de Fiterman es haber podido desarrollar una obra suficientemente original y autónoma no gracias a sino a pesar de las acechantes influencias. Es tarea difícil pintar hoy, seriamente, figuración en la Argentina, un territorio complejo donde el cánon que define la modernidad del género exhibe, además del eco todavía caliente del fenómenal aparato Neo–figurativo, los nombres gigantescos y categóricos de Berni, Suarez, Gorriarena y Schvartz, por citar sólo algunos.
Fiterman se anima al desafío con convicciones sólidas y recursos genuinos, declarándose libre y equidistante. Se percibe que pinta cuidadosa, programáticamente, y que también confía en la expresión temperamental. Los matices vibrantes o atemperados, las reverberaciones, fulgores y remansos de una variación cromática nunca demasiado profusa, parecen fruto de una elección tan razonada como sensible.
En Fiterman no hay licencias ni errabundez disfrazada de espontaneismo. No podrá detectarse un sólo centímetro en sus cuadros que no parezca firmemente compuesto, tanto en la arquitectura del espacio pictórico como en la lógica del color, y en la estructura de concatenación casi modular, como si todo se rigiera según una rigurosa ley asociativa.
Los componentes de esa conciliación lucen perfectamente imbricados, y se articulan como una grilla de fragmentos irregulares para la configuración de los personajes y de los ámbitos, los ornamentos, y los objetos insinuados. Incluso allí donde predominan las geometrías blandas, se imponen las subdivisiones y segmentaciones, a veces sintéticas, a veces extremadamente intrincadas.
Justamente, así como la formulación puede parecer sencilla, también se enrarece en insólitos angulos, quiebres y desviaciones, en extemporáneos cruces e incrustaciones de forzadas perspectivas con figuras descompuestas, cuyos volúmenes prismáticos han sido resueltos en degrades planimétricos.
Junto a esto, la artista se lanza con evidente delectación y fervor constructivo al despliegue de conglomerados orgánicos, celulares, vegetales, aderezados con formaciones indefinibles que se combinan con motivos florales muy precisos, y citas botánicas de corolas, hebras, pétalos y tallos, disimuladamente alterados. Estas acumulaciones y superposiciones actúan en dinámica continuidad, a veces con una decoratividad que alude a empapelados o tapices, aunque deliberadamente desquiciada, como ensayo escenográfico de abstracciones estilizadas, en una relación voluble, mixta, discordante. Al mismo tiempo, y aún en el momento más críptico, en Fitterman no hay convulsión ni sonoridades extremas; siempre predomina la razón superadora de la armonía elegante y el equilibrio.
La decisión de encarar algunos de sus personajes casi invariablemente en una gama monocromática genera un sutil efecto de distanciamiento, como si se buscara aislar, alienar, toda excesiva seducción anecdótica. Junto a eso, un falso troquelado hace que la agujereada anatomía de ciertas figuras se vea invadida por el contexto, en un efecto de inmersión en el ambiente. Del extrañamiento pasamos a una imbricación íntima, y enseguida a la incipiente disolución, tanto como para convertir todo el planteo en un campo de incertidumbre, un mosaico irregular hecho de cristales rotos.
Adriana Fitterman propone un mundo pictórico aparentemente accesible pero subterráneamente indócil, donde las personificaciones, los gestos faciales, los esbozos anatómicos, las veladas referencias a situaciones y manierismos sociales y aún los retratos, con su mayor presencia de individuación, tienen que competir en importancia con cualquier elemento presuntamente más subalterno de la orquestación global. Un mundo donde la dosis de explicitación narrativa siempre tiene que vérselas con los juegos arbitrarios del lenguaje.
Eduardo Stupía, Julio 2015